Cuando nos sentimos mal algo se derrumba, un dolor
agudo nos invade. Intentan ayudarte diciendo que pasará, pero esto no pasa,
porque solo existe en tu mente. Una fuerza que te empuja y te zarandea. Alguien
te dice que no te preocupes, que no llores. Pero solo necesitas un abrazo y
desahogarte, expulsarlo todo para seguir adelante.
Pero no haces eso. Si alguien te nota distante o
callado y te pregunta que te pasa, automáticamente contestas que nada. Porque
eres cobarde para decir que estás mal y pedir ayuda es demasiado difícil. Guardas las apariencias y sonríes, pero la
alegría no llega a tus ojos. Porque no existe. Solo eres el reflejo de lo que
la gente quiere ver. Día tras día sigues maquillando la verdad. Intentando ser
lo que todo el mundo espera de ti. Entonces de repente nos despertamos una
mañana y nos preguntamos si toda nuestra vida será así. Si viviremos
eternamente la vida de otro. Pero no nos engañemos, no esperamos una respuesta,
porque ya la tenemos, solo que nos da miedo ponerla en practica.
Nos ponemos una coraza, una máscara con la que
ocultar miedos, inseguridades y defectos, simplemente por orgullo o por temor a
que nos hagan daño, sin tener en cuenta que nadie es perfecto y que, en
realidad, es eso lo que nos hace humanos. Pero en esta sociedad ya no te puedes
permitir el lujo de cometer errores ni mostrar un ápice de debilidad. Porque,
seamos sinceros, lo que importa ya no es el interior. Solo importa lo perfectos
que parezcamos, aunque todo sea una gran mentira tras la que escondernos.
Cuando nos miramos los unos a los otros no vemos a la otra persona, sino al
reflejo de nosotros mismos, lo que esperamos de ellos y como queremos que sean.
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