jueves, 23 de enero de 2014

Las horas duelen de noche.

Las horas me duelen de noche. El reloj continúa incansable en su movimiento. Las paredes se estrechan, los miedos aumentan. La nada nos rodea. Pero no podemos hacer nada. Y nada es suficiente para aplacar la oscuridad, más fuerte en el interior de nuestro cuerpo que a nuestro alrededor. Más oscura que los mismos ojos de la muerte. Los pensamientos que evitamos durante todo el día vuelven a nosotros como los susurros de nuestros propios fantasmas. Ese ronroneo constante de pensamientos, buenos y malos, que rondan nuestra cabeza aprovechando el silencio de la noche. Es como un sueño en el que sabemos hacia donde ir, pero nuestros pies no consiguen moverse. Y nuestra única compañía es la soledad.
Desde pequeños desarrollamos cierto rechazo a la oscuridad. Pero no es la oscuridad lo que nos asusta de noche. Es la soledad, nuestra mente, nuestros miedos, que nada tienen que ver en realidad con la falta de luz. Las horas duelen mucho más de noche. La oscuridad nos abraza hasta dejarnos sin aliento. Y solo queremos cerrar los ojos. Dormir, tal vez soñar.
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