domingo, 6 de julio de 2014

Shelter.

Casa. No me refiero al lugar donde vivimos. Es el lugar donde nos refugiamos. Nuestro lugar. Puede ser un banco en un parque, unas pequeñas escaleras en un lugar perdido, una azotea, incluso nuestra casa, o algún lugar de ella. Puede ser cualquier sitio. El lugar hacia el que correr cuando todo lo demás ha fallado. Es difícil darse cuenta de que no tienes casa, no tienes refugio, no tienes tu lugar. Porque entonces, ¿hacia donde corres? ¿donde vas? Perdido, te quedas donde estás, te expones, dejas que las balas te sigan rozando, esperando el momento en que una de ellas impacte contra ti y te rompa por completo. 
Todo el mundo necesita un refugio. 
Yo aún sigo buscando el mío. 


sábado, 21 de junio de 2014

Todo abandono deja un rastro.

Vivimos rodeados de pérdida, a veces importante, a veces no tanto. Y no, no voy a hablar de la muerte, y no lo voy a hacer porque ni toda pérdida es muerte, ni toda muerte es pérdida. Y porque hay vacíos que duelen más que la propia muerte. Lo horrible de las pérdidas es eso, van dejando trocitos sin vida, y cada pérdida se lleva consigo un poquito de nosotros. La peor pérdida que puede haber es la de uno mismo. Las cosas cambian, todo lo hace, y lo que ha cambiado, se ha perdido. Nosotros cambiamos. A veces se produce poco a poco, de forma tan tenue que apenas nos percatamos de ello. Pero cuando lo hacemos, otro vacío se une a todos los anteriores en nuestro interior. Y a veces es tan grande que puede eclipsar los demás. Y no sabemos que hacer por un tiempo, solo nos quedamos de pie, clavados en el suelo, esperando, buscando lo que ya se fue. Lo que no volverá. No es verdad que todo permanezca dentro de nosotros. Hay cosas que se pierden para siempre. No creo que las pérdidas se puedan reemplazar o que esos vacíos se puedan llegan a cubrir. Pero se puede seguir adelante, crear nuevos recuerdos. Recordando de vez en cuando nuestras pérdidas, que también forman parte de nosotros y en mayor o menor medida, nos han hecho cambiar, nos han hecho perdernos un poquito y surgir como personas distintas, que no nuevas. Porque todo abandono deja un rastro. Comienzo a comprender la belleza helada oculta en él.



Tenía muchísimas ganas de escribir esta entrada, que se me ocurrió después de leer un precioso artículo de Leila Guerriero titulado "Lo que se pierde", que encontré por casualidad y podéis leer aquí

domingo, 11 de mayo de 2014

Y la chica sin nombre aprendió a desenfocarse.

La chica sin nombre se adentró en la niebla. No sabía por qué. Algo la empujaba a seguir hacia delante. A pesar de las ramas que se clavaban en sus pies desnudos, a pesar del frío que golpeaba su piel a través del fino vestido negro que se movía de forma inquietante, proyectando lúgubres sombras a su alrededor. Siguió caminando hasta que su vestido se difuminó en la noche y ya no quedó nada de ella.

jueves, 23 de enero de 2014

Las horas duelen de noche.

Las horas me duelen de noche. El reloj continúa incansable en su movimiento. Las paredes se estrechan, los miedos aumentan. La nada nos rodea. Pero no podemos hacer nada. Y nada es suficiente para aplacar la oscuridad, más fuerte en el interior de nuestro cuerpo que a nuestro alrededor. Más oscura que los mismos ojos de la muerte. Los pensamientos que evitamos durante todo el día vuelven a nosotros como los susurros de nuestros propios fantasmas. Ese ronroneo constante de pensamientos, buenos y malos, que rondan nuestra cabeza aprovechando el silencio de la noche. Es como un sueño en el que sabemos hacia donde ir, pero nuestros pies no consiguen moverse. Y nuestra única compañía es la soledad.
Desde pequeños desarrollamos cierto rechazo a la oscuridad. Pero no es la oscuridad lo que nos asusta de noche. Es la soledad, nuestra mente, nuestros miedos, que nada tienen que ver en realidad con la falta de luz. Las horas duelen mucho más de noche. La oscuridad nos abraza hasta dejarnos sin aliento. Y solo queremos cerrar los ojos. Dormir, tal vez soñar.
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